La poesía de María Claudia Peña

Por José Luis Díaz Granados





María Claudia Peña ha invadido voluntariamente su adolescencia de palabras y textos poéticos. Su breve obra, que ha cruzado los infernales laberintos de la autocrítica y de la búsqueda del rigor, se entronca en su vida como una única obsesión: la de crear un universo lírico que en la hoja blanca selle para siempre la manifestación de sus sueños. Ella misma lo dice:

Me he convertido en líneas
escritas por manos que pendían de mi alma,
en manchones que no recuerdo
y similitudes de viento y unidad.
                         (“Indispensable”)

La poesía es un territorio vedado para los seres triviales. Aquí sí cabe aquel proverbio bíblico de que "muchos son los llamados y pocos los escogidos". El lenguaje que de por sí debe contener más belleza, más misterio, más dimensión insondable, pero que al mismo tiempo debe pre­sentar los sentimientos más comunes de la vida, no es el lenguaje de uso cotidiano entre las criaturas humanas. Cada poeta, hombre o mujer, escribe lo que lleva dentro de sí y trata de contener en el menor número de palabras la mayor carga expresiva.

Por eso me he preguntado al leer los poemas de María Claudia ¿qué encierran verdaderamente estos versos que muchas veces dan la sensación de ser herméticos y otras el simple juego de una adolescente que se arriesga a buscar una sombra, un recuerdo o acaso a indagar el insondable porvenir?

Comienzo a visualizar el tiempo,
divisar su longitud de añoranza,
simular sus ocurrencias en recuerdos.
He comenzado a desentir el devenir.
                             (“Compendio”)

En sus pocos años esta autora bogotana ha conocido diversas estancias geográficas. Y en cada una de ellas ha estampado su vibración particular. Ella se sabe poesía encarnada, sangre palpitante de palabras y esencias poéticas, alma, cerebro, espíritu de y para la poesía: desesperado deseo de trasmutarse en sílabas que sienten, en letras que caminen, en puntos y comas que vuelen y reboten y amanezcan, o "convertirse en papel imaginado".

Yo no podría fijar influencias rotundas en la escritura poética de María Claudia. La ha guiado el agudo sentido de su observación, de su intuición, su torrencial sensibili dad que no quiere otra cosa que transformarse en poesía. Y fiel a su misión, adivina y revela:

Las imágenes, se balancean
asaltando convicciones
sobre el suelo inagotable de mi mente.
                                   (“Preguntarle al parque”)

Su poesía da a entender una gran riqueza cerebral como tabla de salvación a su joven experiencia vital. La existencia humana, normalmente, se desenvuelve en ritmos incesantes de alegría y dolor, de instantes tranquilos e infelices, de extensos días jubilosos y largas duermevelas de angustia.

La poesía de María Claudia Peña expresa una permanente búsqueda del asombro, de la vida que empieza a descubrirse:

Atada y de espaldas,
a la hora siguiente,
busco entre los espectros
de mis segundos vividos
letras o carbones
o tu imagen negra...
                                   (“Frente al instante de la nada”)

Son palabras que brotan unas veces de manera inconsciente, otras conscientemente. Está realizando una construcción literaria con el material que tiene a la mano: formas, laberintos, dimensiones cotidianas, líneas, seres ausentes, instantes idos, presencias, siluetas, sustancias y abstracciones. Oigámosla, con mucha atención, con mucho afecto.

Bogotá, 11 de junio de 1987








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